El bicho de los viajes me picó en Sénégal. Conocer aquel país rompió con mis frágiles estructuras de una niña de once años. Ese país era distinto a todo lo que había conocido. El mundo era enorme y Buenos Aires un poroto frente a tal diferencia. Descubrí que mi cultura no era la única y mucho menos exclusiva, sólo era una entre miles, todas con el mismo derecho de existir.
Mi familia se reunió en Dakar para el casamiento de mi tía con el famoso actor argentino de la época, Norman Briski. Este último estaba en el auge de su carrera. Había actúado en «La fiaca» y «la guita», dos péliculas que hicieron furor en aquel entonces. En las calles de Buenos Aires lo paraban a cada rato para pedirle un autógrafo. En Sénégal nadie lo conocía.
Fue un casamiento relámpago. Mi madre era amiga del director de «La fiaca» y «La guita» -Hector Olivera- que le pidió un favor. Norman viajaba a Paris y no conocía a nadie, le preguntó si le podía presentar algún familiar de ella para que le haga conocer la ciudad. Su hermana menor -Marie-Pascal- era jóven, libre y bella. Cuando le abrió la puerta a Norman tuvieron un flechazo. A los quince días decidieron casarse. Mi abuelo, el general, vivía en Sénégal en aquel momento. Era el único productor nacional de carne vacuna del país. No era un general cualquiera, fue uno de los fundadores de la Resistencia durante la segunda guerra mundial. Escapó de la Gestapo de una manera espectacular. Recibió la legión de honor, cruz de guerra con palmas, compañero de la liberación y medalla de la resistencia con roseta. Era un aventurero e inventor. Creo que se aburría en la pacífica Francia y fue por eso que se fue a vivir a África. Convivía en su propiedad con varias tribus y mantenía buenas relaciones con todas. Cada una de ellas construyó una cabaña alrededor de la casa de mi abuelo, como regalo de casamiento. En una semana las tenían listas.
Miraba con admiración a mi excéntrico abuelo cuando se paseaba entre las vacas con un turbante en la cabeza. Lo acompañaba a todos lados. Recuerdo el día que fuimos a visitar, por el nacimiento de uno de sus hijos, al jefe de una tribu, un negro robusto e imponente, vestido con una larga túnica y un sombrero de colores. Dentro de una cabaña varias mujeres estaban recostadas alrededor del bebé recién nacido y yo me uní a ellas mientras los dos patriarcas conversaban animadamente. Mi abuelo hablaba en bolof, la lengua de los senegaleses ya que el francés sólo era una lengua impuesta por los colonizadores. Un niño de la tribu se «enamoró» de mi. Venía todos los días a visitarme con un coco que rompía delante mío con una piedra. Él me enseñaba a hablar en bolof mientras yo saboreaba apasionadamente el delicioso y exótico coco que me había traído. No sé si esa fue mi primera experiencia de comunicación con una persona con la cual no hablaba el mismo idioma que yo y viceversa. Lo que sí, fue una experiencia inolvidable, que me marcó de por vida.
Un día me invitó a su tribu. Nos fuimos los dos caminando descalzos por la arena. Todos me recibieron con los brazos abiertos. Nadie hablaba francés. Me sentaron junto a una fuente enorme llena de comida. Varias personas comían de ella con las manos. No sabía qué era; se parecía a una papilla, de color crema. Con las manos amasaban un bollo para luego llevárselo a la boca. Tenía un gusto completamente diferente a todo lo que había comido en mi corta vida, y no me gustó. Me daban arcadas cada vez que me llevaba un bollo a la boca pero sabía, no sé cómo, pero sabía que si no lo comía iba a ofender a mi amigo y a su pueblo. Fue un momento difícil de tragar pero estaba tan deslumbrada con todo lo que vivía que no me importaba. Me lo comí todo, mientras disimulaba el desagrado con una sonrisa.
Vino gente de todos lados para el casamiento. La casa de mi abuelo fue el punto de encuentro de mi familia diseminada entre Francia, África y Argentina. La fiesta fue espectacular, sobre todo la que hicieron las tribus con luchas, bailes con fuego y música al son del tam tam.
Durante ese mes no sólo conocí el campo de mi abuelo cómo también la ciudad de Dakar. Fuimos a la isla de Gorée, detenida en el tiempo. No habían coches, ni electricidad. Un fuerte, que sirvió de prisión, se imponía frente al mar. Desde allí embarcaban a los esclavos rumbo a América. Las celdas eran tan pequeñas que no se podía permanecer en pie. Sentí vergüenza y dolor, y el sufrimiento acumulado de las personas presas, transpirar por las paredes oscuras.
Lo que me encantó de Sénégal fueron los colores. La gente se viste con ropas hechas con telas estampadas artesanalmente. Todas ellas, bellísimas. Las combinaciones de dibujos y colores, sublimes, contrastan con el color de la piel senegalés, que de tan negra parece azul. Los dientes relucían cómo en la mejor publicidad de dentrífico occidental. Las piragüas con las que iban a pescar también estaban dibujadas y pintadas. Se respiraba arte en la vida cotidiana del pueblo por todos lados.
Muchas veces mi madre -al intentar entender porque me había ido a vivir a Recife- decía que me había buscado mi propio Sénégal allí. Algo de verdad debe haber ya que entre los dos países hay muchas similitudes. Tienen el mismo clima, con playas repletas de cocoteros, arena blanca y mar turquesa. No existen las estaciones, sólo la época de lluvia y la época seca. La cultura africana se impone en la vida de los pernambucanos en las comidas, música, bailes y, porque no, alegría. En Recife uní Sénégal y Sudamérica en un mismo lugar. Allí me sentí en casa durante veinte años, en una tierra que fue mía por adopción. Sólo la abandoné por motivos familiares, pero siempre está en mi corazón, mi pequeña Africa, mi oasis interno: Recife.
Aclaraciones:
La nota de la revista es muy mala y mentirosa.
«Dueño de inmensas tierras en la ex-colonia francesa». No era dueño de inmensas tierras y la palabra ex-colonia está demás. Es un país que se llama Sénégal.
«Negros, besos y mucho ritmo» Hoy en día los procesaban con esta frase racista.
Tengo fotos mucho más interesantes que estas, a decir verdad maravillosas pero están en diapositivas y espero un día pasarlas en papel y escanearlas. No es algo fácil de hacer en Buenos Aires… es una pena.