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Archive for abril 2012

Santiago Luis Arauz

En la Argentina hay muy buenos cirujanos. No tenemos nada que envidiarles a los países del «primer mundo». ¿Primer mundo bajo que perspectiva?. No nos desvíemos del tema, Olivia. Hoy en día varios cirujanos realizan el implante coclear, con éxito, en nuestro país. En Buenos Aires existen titanes como Arauz, Diamante, Schwartzman, Orfila, Cordero y Haedo. Seguro que me olvido de alguno o algunos, pero estos son famosos. Es asombroso como cada usuario defiende a su médico, sobre todo si la cirugía fue existosa. No es para menos, el implante nos cambia la vida y pasamos a ver al cirujano como a un dios que nos devuelve el oído perdido con sus manos certeras. Yo no soy una excepción. El dr. Arauz me otorgó una nueva vida con la operación, que fue un éxito rotundo.


Dejé de hablar de mi médico el día que conocí a otros implantados. Con ellos aprendí que hay varios cirujanos con gran experiencia y competencia en nuestro país, y que cada uno tiene derecho a elegir el que mejor le convenga. Es que todos queremos transmitir nuestro éxito al que llega y esperamos que se repita el mismo milagro con él. A la hora de la verdad nos queremos ayudar porque navegamos en el mismo mar del silencio.


Hoy quiero hablar de mi médico y cirujano – Santiago Luis Arauz – sin herir la sensibilidad de nadie. Mi intención no es hacerle publicidad, pero al contar mi experiencia, sólo puedo hablar bien de el. Si la operación hubiese sido un fracaso mi imagen por este doctor sería negativa, mismo si lo mío se tratase de un caso aislado. Así soy de injusta y parcial. Todo lo que escribo está empapado de emociones.


El día que lo conocí a Arauz yo no quería hacer el implante bajo ningún punto de vista. Me lo recomendó una compañera del taller de pintura de Marcela Baubeau, al verme tan aislada. Me había entrado agua en la trompa del oído y no podía más escuchar con el audífono. No podía charlar con mis alegres compañeras artistas. Me limitaba a pintar y llorar. Lloraba en el taller, la calle, colectivo, frente a la compu, en la ducha. Lloraba en todos lados. Hacía poco tiempo que vivía en Buenos Aires y no conocía ningún otorrinolaringólogo. Los que fui a ver por lo del agua, no encontraban la causa del mal. Lo que más me angustiaba era la falta de diagnóstico.


El día que supe que la otoesclerosis no tenía cura dejé de ir al médico. En Brasil sólo consultaba al otorrino de turno por alguna otitis o inflamación. Nada más. Le tenía horror a las audiometrías, no quería saber en que andaba la evolución hacia el silencio eterno. No buscaba cura, sólo audífonos. Me compré tantos que perdí la cuenta, a medida que perdía la audición.


Llegué al consultorio de Arauz sin saber que este médico era uno de los mejores cirujanos de implantes cocleares en Argentina. Cuando vió mis audiometrías se focalizó en el implante. Me mandó hacer tomografía, resonancia magnética y no sé qué más. Cuando lo volví a ver me dijo:


– Usted es candidata a un implante coclear.
– No me interesa doctor, lo que yo quiero es que me saque el agua de la trompa para volver a escuchar con el audífono.
– Pero si no escucha nada, tiene demasiadas espectativas con el audífono.
– Ya sé, pero yo aprendí a sacarle provecho, y me manejo muy bien con él. Quiero que me saque el agua de la trompa nomás.


Él tenía razón, escuchaba muy poco con el audífono, pero cómo dice el refrán es mejor malo conocido que bueno por conocer. De todos modos lo intentó y me perforó la trompa con laser. Tuve que esperar tres meses para la cicatrización y colocar el audífono de nuevo; sin éxito. Escuchaba unos chillidos insoportables y no distinguía más las palabras. En Widex intentaron de todo: calibraciones, nuevos moldes y otros modelos. Nada de nada.


Me sentí invadida por una angustia insoportable. Tuve un principio de ataque de pánico. Estaba recluída en una cápsula silenciosa y nadie me podía ayudar. Lo fui a ver a Arauz de nuevo y le dije con lágrimas en los ojos:


-Me estoy volviendo loca, doctor. Sólo escucho mis pensamientos.


Me calmó, dijo que lo que me pasaba era normal. Me recomendó ver la psicóloga de su equipo. Me atendí con ella durante unos meses, una vez por semana. Le mandaba mensaje de texto para avisarle que estaba en la puerta, pq no escuchaba el portero eléctrico. Hablabamos a través de la lectura labial. Le entendía todo. Me hizo mucho bien y ayudó a que finalmente tome la decisión de implantarme. No quería vivir así por el resto de mi vida, así que esa era la única opción que tenía para salir del silencio. Fue un proceso largo e íntimo, entre el médico, la psicóloga y yo. Me tuvieron mucha paciencia y nunca me presionaron.


Mi madre me acompañó a ver el aparato en Me-del. Casi me desmayé cuando lo trajeron. ¡Era enorme! Debería hacer un curso para aprender a usarlo, pensé al ver todas las piecitas, pilas, baterías, imán, procesador, cables, cargador, y ¡destornilladores!. Mi madre le preguntaba a las madres de sus hijos implantados cómo estaban. ¡Felices! Los niños se colocaban solos el procesador con una cancha increíble. Algunos lo tapaban con un gorro. ¿Y yo cómo lo voy a tapar?, preguntaba. Con su pelo, señora. Para las nenas es más fácil. Además el procesador será negro como su pelo, lo que lo disimulará aún más. Tal cúal, ni me acuerdo que lo tengo puesto, de lo bien que está escondido.


Tuve mucho miedo antes de la operación. No podía dormir del pánico. Treinta años atrás le habían hablado del implante a mi madre, y le recomendaron que fuesemos a ver al mejor cirujano porque existía el riesgo de quedar con paralisis facial si se equivocaban. Nunca me olvidé de eso y si tenía que elegir entre los dos prefería seguir sorda. Se lo conté a Arauz cuando me preguntó cúales eran mis miedos. Alzó los hombros, eso era problema del pasado. Al despertar de la anestesia lo primero que hice fue tocarme la cara para ver si todo seguía en su lugar.


Cuando fuimos a ver el aparato mi madre le preguntó al gerente: ¿Diamante o Arauz? Eran los dos únicos médicos que conocíamos en aquel entonces. El gerente respondió:

Los dos son excelentes, pero Arauz tiene una mano mágica. Hace cosas increíbles. Es fuera de lo común.


Conocí dos de sus casos increíbles después de implantarme. Una fue Alma. Arauz le dió pocas esperanzas. Su cóclea estaba muy calcificada debido a la meningitis que tuvo y con suerte podría colocarle cuatro electrodos. De todos modos le explicó que con sólo un electrodo escucharía mejor que con un audífono. Alma se decidió y se operó. Arauz le serruchó con gran habilidad una «cordillera de calcificación» y le colocó los 24 electrodos. ¡Asombroso! Hace poco me llamó una señora que acaba de implantarse con él también. Su cóclea estaba muy calcificada debido a la otoesclerosis y el médico le dijo que no podría colocarle todos los electrodos. Y lo hizo, tiene los 24 electrodos dentro de su cóclea y a cinco días de su activación ¡escuchó música con mi celular!


Esta entrada no ha sido fácil de escribir. Todos los implantados tenemos una extraña fidelidad con nuestros médicos. Hoy en día formo parte de un grupo de implantados, que conocí en la internet. Aprendí con ellos de que existen varios cirujanos de implantes cocleares en el país, todos muy buenos, y que hay que ser cauteloso al recomendar el suyo. Por suerte yo no pasé por eso, al saber tan poco del tema, no tuve que elegir médicos y aparatos. Me quedé con el primero que conocí y me implanté con el aparato que él mismo me recomendó.


De todos modos considero importante informar a los candidatos con la cóclea calcificada que Santiago Luis Arauz tiene manos mágicas para esos casos, un don que se debe aprovechar.

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Mi abuela se llamaba Janine. Hay miles de anécdotas de su vida, una más increíble que la otra. Perdió a su madre cuando tenía cuatro años y la casaron a los quince con un hombre que no conocía. Nunca lo amó. Se llamaba Gustave. Era un hombre bajito, lleno de miedos y angustias. Peleó en la primera guerra mundial y cuando se declaró la segunda lloró al escuchar la noticia en la radio. Escuchaba poco, tenía otoesclerosis como yo.


Janine era una mujer llena de vida. No se resignó al destino que le habían trazado y desafió la sociedad marsellesa, escandalizada con su forma de ser. El día que intervinieron el diario de mi abuelo Gustave, este se encerró en su cuarto y guardó el audífono en un cajón. Se aisló del mundo. Janine en cambio se unió a la Resistencia. Gustave nunca preguntó quienes eran todos esos extraños que deambulaban por su casa. Eran los judíos y polacos que Janine escondía de los alemanes. En la Resistencia ella conoció al hombre de su vida, con el que se escapó después de la guerra a Paris. Lo amé como si fuese mi propio abuelo, a Gustave casi no lo conocí.


Para Janine su vida estaba llena de milagros. Escapó de la Gestapo, que ya sabían de su existencia. La conocían como la morocha con un perro blanco. Ella lo supo y se puso una peluca rubia y tiñó a su perro de negro. Sus rebeldes mechones oscuros escapaban y se entremezclaban con su falsa cabellera dorada. A ella no le importaba. Tenía una enorme fé en la vida y en Dios. Llevaba a sus tres hijas a todos lados, los campamentos y granjas donde se escondían los maquis. Su hija menor, Caroline, transportaba con orgullo en su valija los documentos secretos de los resistentes y los entregaba camino a la escuela. Era un niña de tan sólo diez años.


De cuando en cuando la Gestapo entraba en la casa de Janine para ver si no encontraban algo sospechoso. Su vecino la ayudaba. Los jardines de los dos estaban en el fondo de sus casas, separados por un muro. La entrada de las dos casas daban a calles distintas, al otro lado de la cuadra, así que cuando el vecino veía pasar a la Gestapo por su calle ponía una escalera en el muro de su jardín para que los refugiados se escondiesen allí antes que los alemanes diesen la vuelta a la cuadra y tocasen la puerta de la casa de mi abuela. Todo eso pasaba delante de los ojos de Gustave, que se escondía detrás de su sordera.


A las ocho de la noche había toque de queda en la ciudad. Nadie podía prender luces, ni hacer ruído. Una noche mi abuela se hartó y pasó por encima de la realidad. Se sentó en el piano y se puso a tocar. La música emergía atrevida y se escabullía por entre las calles silenciosas. La magia se quebró con unos golpes en la puerta. Los refugiados corrieron hacia el jardín y saltaron el muro desesperadamente. Del otro lado no estaba la escalera y cayeron los unos encima de los otros como bolsas de papas.


Cuando todos estaban fuera de peligro mi abuela abrió la puerta. Tuvo una sorpresa. No se encontró con un policía alemán, y sí con un viejito diminuto que sostenía un violín en su mano.


-«Discúlpeme señora, escuché la música y no lo pude resistir. ¿Puedo afinar mi violín con la ayuda de su piano?

-Mais, bien sûr! (¡Claro!)


Y ahí se fueron los dos. Tocaron el do-re-mi-fa-sol-la-si juntos. Se olvidaron de los refugiados asustados del otro lado del jardín. Se olvidaron de la Gestapo, de mi abuelo, las hijas, el perro negro que era blanco, de la peluca, de la noche oscura y hóstil en la calle, de la guerra y fueron felices por un momento.Se produjo un milagro, uno de los tantos que mi abuela Janine vivió a lo largo de su vida.

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Escribo esta cortita entrada para informar que el implante de LOLI fue un ¡rotundo éxito!



Ya tenemos una nueva bebé biónica, me alegro un montón por la noticia. Ya ha dado el GRAN PASO, de los que muchos hemos pasado. Ahora la activación y la reeducación. Una larga aventura llena de descubrimientos.


¡Felicitaciones Loli!


Te quiero mucho

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