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Archive for the ‘Mis viajes’ Category

viñedos

Llegué al festival de teatro de Avignon escapando del frío gris de Paris. Lo conocí a Pedro en la feria de artesanía. Chileno, había llegado a Francia de Venezuela donde trabajó en una petrolera. No sabía francés, no conocía a nadie. Confeccionaba mocasines de cuero de bebés para otro chileno que lo explotaba y se aprovechaba de su frágil situación. La segunda vez que me lo encontré me ofreció ser su socia. Había copiado los moldes de los mocasines en un papel. Su idea era confeccionarlos y venderlos juntos. Yo también estaba jugada. Acepté. Pocos días después se nos unió Tino, otro chileno sin talento para la artesanía pero con plata. Pagó la materia prima. Compré cueros de colores y mostazillas de colores también, que los combinaba con plasticidad. Nos fuimos los tres a la Côte d´Azur, más precisamente a Saint Tropez, abarrotada de turistas.


EI el puerto de Saint Tropez instalamos nuestros zapatitos en encima de una manta, en la vereda. Montones de turistas se acercaron fascinados por los colores de los mocasines pero también por nuestra pinta de indios sudamericanos. Tino parecía más bien indonesio y Pedro mapuche. Mi pelo negro y piel bronceada combinaba con ellos dos. Recuerdo el día que un alemán se nos acercó y preguntó si éramos indios. Le inventé una historia de nuestros ancestros y los mocasines que lo hicieron viajar mentalmente a una película de Indiana Jones. Con prudencia me pidió permiso para sacarnos una foto. Le contesté que primero tenía que pedirles permiso a mis “hermanos”. Me lo imagino todavía mostrando la foto a sus amigos y familiares.


Pamela había llegado desde Australia (su país de origen), primero en barco hasta el continente asiático y luego por tierra hasta Francia. Ella también parecía una india. De padre inglés y madre aborigen, era mestiza. Tenía una larga y lisa cabellera de color negro azabache y unos ojos oscuros y penetrantes, de quien viajó miles de kilometros sola y con poco dinero. En Saint Tropez Pamela conoció a Melanie, una chica canadiense q hablaba inglés y francés. Al envés de Pamela, Melanie tenía una mirada dulce y el pelo de color castaño claro prendido con dos trenzas. Era una chica country. Amaba a Neil Young, se vestía con pantalones babucha de colores, tocaba la flauta traversa y una armónica. Era la traductora de Pamela, que como buena anglo parlante no sabía hablar otro idioma que el inglés. y yo fui la traductora de mis “hermanos”, pasando por encima de mi sordera.


Cuando la temporada de verano llegó a su fin nos juntamos a platicar y decidir que hacer de nuestras vidas. Nadie quería volver adonde sea. En La Provenza había empezado la vendimia. Nos tomamos el tren y fuimos hasta Nîmes, una ciudad rodeada de viñedos. Encontramos trabajo enseguida pero tuvimos que esperar un día para comenzar y no teníamos dinero ni lugar para dormir mientras tanto. Nos separamos en dos grupos. Yo me quedé con Pamela. Al poco tiempo de andar descubrimos una casa abandonada cerca del centro. Compramos una lata de salchichas y velas. Cuando llegó la noche trepamos el portón y aterrizamos en el patio, bordeado por la casa . Nos instalamos en una habitación en el ala izquierda. Prendimos dos velas y con un cuchillo abrimos la lata. Un movimiento distrajo mi atención para el lado de la ventana. Advertí una silueta en el ala derecha de la casa. No tuve tiempo de comentárselo a Pamela que con dos soplidos apagó las velas, tomó un cuchillo y me entregó otro a mí.


— Shut up, Escuché unos ruídos. Hay alguien. — susurró
— Yo lo vi, Pamela, i see, there, mira ahí, ¿la ves?

Arrodilladas debajo de la ventana, asomamos la cabeza para ver. Me temblaba la mano.

— No veo la silueta — me dijo
— ¿Pero la escuchás?
— Si
— Yo no la escucho, la veo…

Tembló mi mano sin control,

— No sé usar un cuchillo… ni quiero — le confesé en inglés básico
— ¿Qué hacemos, luchamos o nos vamos? — preguntó sin escucharme
— ¡Nos vamos!


Saltamos por la ventana y corrimos por el patio hasta el portón. Trepamos, sin mirar atrás. Sentí unos ojos apuntando mi espalda. En la calle corrimos hasta perder el aliento. Fuimos hasta la estación de tren. Aliviadas, subimos a la terraza buscando un lugar para descansar. No habían bancos ni nada. Nos acostamos en el piso. Apoyé mi cabeza encima de la mochila, del oído derecho, con el que algo escuchaba aún. Cuando el silencio se hizo verbo dormí profundamente hasta el momento que Pamela me golpeó el hombro sin querer, cuando empujó al tipo que se acostó a su lado y le acarició el pelo mientras ella dormía.


Pocas horas después nos encontramos con Pedro, Tino y Melanie en la estación. Cuando llegamos al viñedo el patrón nos dio abrigo en una casa de piedra cerca de la bodega. Las camas eran colchones tirados en el piso, la cocina no tenía heladera y sólo podíamos comer de a dos en la mesa porque faltaban 3 sillas. A la noche nos calentábamos del frío tomando vino, lo que nunca faltó. La bocina estridente e insistente del tractor nos despertaba a la mañana. A la noche nos dolía todo el cuerpo y nos hacíamos masajes mutuamente. Luego preparábamos comida, abríamos una botella de vino, hablábamos una especie de esperanto desesperado, todos sordos como yo, pero por causa del idioma. Me encantaba charlar con Pamela. Con la ayuda de un diccionario teníamos conversaciones trascendentes de sus viajes, su vida en Australia, un mundo tan lejano y distinto al mío. Cuando la cosecha terminó Pamela y yo nos sentíamos amigas aunque no la volví a ver nunca más. Ella se fue con Melanie a Canadá. Nosotros viajamos hasta Grecia y trabajamos durante seis meses en distintos pueblos del Peloponeso y Creta, en las cosechas de aceitunas y naranjas donde aprendí a hablar en griego… y traducir, a pesar de la sordera.

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Seis

Cuento basado en un hecho real. Cuando llegué a Grecia con dos amigos chilenos, para trabajar en la cosecha de naranjas y olivas, un camioner, que conocimos en el barco de Italia a Grecia y nos llevó a dedo a la ciudad de Argos, nos contó esta historia. Nos pudimos comprender porque hablaba italiano. Aproveche la anécdota para el taller literario.


Desierto


SEIS


Seis fue lo único que pude leer cuando me entregaron la sentencia.


– Deben ser seis días – pensé -. Por tres botellas de whisky que encontraron bajo el asiento de mi camión, sólo pueden ser seis días en prisión.


A la semana yo seguía adentro.


– Serán seis semanas – volví a pensar -. En Arabia Saudita el alcohol está prohibido.


_ ¡Yo no sabía! – le grité al guarda que apenas me miró.


Estaba solo, nadie hablaba en griego y yo no entendía una palabra de árabe.


_ ¿Para qué? ¿Para hablar con quién?, si lo único que quiero es salir de acá.


Cuando marqué el último palote en la pared nadie me vino a buscar. Ya habían pasado las seis semanas.


_ ¡No es posible! ¡¿Hasta cuando me van a dejar acá?!


Nadie me prestó atención.


_ ¡¿Qué hacen ustedes para divertirse si ni una copita se pueden tomar?!


La indiferencia era general. Gritaba como loco en el medio del patio lleno de prisioneros, que hablaban entre ellos en un idioma incomprensible. «Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña»_ pensé. Y eso decidí hacer; aprender a hablar en árabe.


El día que se cumplieron los seis meses de mi sentencia me bañé, me peiné y esperé sentado en mi celda el momento de partir. Pasó la mañana, se fue la tarde, llegó la noche y nadie me vino a buscar. Al día siguiente escondí mis lágrimas de indignación y lo fui a ver el guarda.


_ ¿Cuánto tiempo me voy a quedar acá? – le pregunté en mi precario árabe.


_ Seis años. Esa es su sentencia, griego.


_ ¿Seis años por tres miserables botellas de whisky? – le pregunte mientras se alejaba.


Seis veces me quejé y seis veces juré con partir de allá. Necesité de otros seis meses para planear mi fuga. Durante seis días vagué por el desierto hasta encontrar una población y en seis semanas conseguí cruzar la frontera. En Grecia, con una copa de ouzo en la mano caminé hasta el mar. El sol acarició mi rostro y el agua lavó mis pies.


_ Seis _ dije, y fue hermoso


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Cuando el avión aterrizó en Recife sentí una puntada en el corazón. Hacía ocho anios que no volvía. Me fui de allí de un día para el otro, por una emergencia familiar, como lo hicieron los Incas cuando abandonaron Machu Picchu al creer que llegaban los espanioles. Ellos dejaron los platos sobre las mesas con comida sin terminar. Yo la dejé a Maru mientras almorzaba. Se quedó sola con sólo 17 anios. La conocí cuando era un hermoso bebé, en brazos de su mamá, que en casa trabajó. A los doce se vino a vivir conmigo y nunca más se fue.


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En esos ocho anios lejos de Recife viví en Buenos Aires y muchas cosas pasaron. Tuve que enfrentar situaciones familiares dolorosas. Me diagnosticaron epoc y libré una ardua lucha para dejar de fumar con varias recaídas de por medio. Dejé de escuchar ese poquito que me ofrecía el audífono. El silencio se hizo constante y comprendí lo que significa la palabra angustia. El implante coclear era la única opción. Libré otra ardua lucha, de esta vez con la prepaga, para que apruebe la cirugía. En esos largos meses de burocracia conocí leyes fabulosas para los discapacitados pero que muchos esconden. Lo conocí a Germán que como un ángel me rescató de la soledad silenciosa en la que vivía. Estuvo a mi lado en la cirugía y en la activación. Hoy en día es mi companiero. Luego llegó la reeducación y la felicidad de volver a escuchar. Empecé a escribir en un blog que juntó implantados y candidatos al implante de varios países. Cumplí con el suenio de tener un taller de pintura. Lo construí con la ayuda financiera de mis tías. Me animé a dar clases y aprendí mucho con mis alumnas. Cuando ya todo parecía estar encaminado mi madre se enfermó y la acompanié hasta su final, por suerte. Y así pasaron ocho anios desde aquel día que partí de Recife, la ciudad que vió nacer y crecer a mi hija.


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Volví con Germán a mi lado, testigo de los ocho anios que viví en Buenos Aires. Si no fuese por él hubiera creído que todo ese tiempo había sido un suenio. Es como si nunca me hubiese ido de Recife, todo me resulta tan familiar a pesar de los nuevos edificios que levantaron mientras estuve fuera. Me reencontré con un pedazo de mi corazón con los amigos, el mar, la luz, el calor embriagador y sensual que hizo que el tiempo pare para decir que este es mi lugar.


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No quiero herir los sentimientos de mis amigos argentinos y mucho menos el corazón de Germán. Mi alma vive en varios lugares a la vez porque tanto el tiempo como el espacio son una ilusión cuando el sentimiento es profundo. Esta identificación que tengo con Recife también la tengo con ciertos amigos de la infancia y juventud que están en la otra punta del mundo, viviendo una vida distinta a la mía. He pasado diez anios sin ver a Laurence, amiga íntima del colegio. Nuestras vidas tomaron otros rumbos pero cuando nos volvimos a ver el tiempo desapareció y no tuvimos que explicar nada. Nuestro amor nos mantuvo juntas.


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Olinda está al lado de Recife pero no forma parte del mismo municipio. Es una ciudad de artistas tombada por la Unesco como patrimonio cultural de la humanidad. El tiempo corre lentamente por sus laderas inundadas de luz. Se vislumbran cuadros de todo tipo desde las ventanas abiertas de los caserones. Hay talleres de pintura por todos lados. Los músicos tocan en la calle y la gente se junta para bailar y hablar a los gritos con sus vasos llenos de cerveza. Los perros se pasean por entre las trompetas y tambores moviendo la cola como un ventilador de fiesteros que son. Las notas que escapan de los instrumentos se apoderan de mis nuevos electrodos y mi corazón vibra de felicidad. Los colores intensos de las fachadas de las casas se destacan en el verde de los cientos de árboles llenos de frutas tropicales, que generosamente caen a los pies de los traseuntes. Todo es simple y exuberante. Olinda desafía al capitalismo con el arte y la simplicidad, y yo me siento en casa.


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En Olinda vive mi compadre, que conocí en la calle hace 28 anios atrás, al escapar de una realidad que me agobiaba. Nos unió el amor por el arte y la libertad. Hoy en día lo buscan desde varios puntos del Nordeste brasilenio para que restaure y pinte iglesias barrocas. Hemos pasado anios sin vernos y apenas nos escribimos pero siempre que nos reencontramos el tiempo desaparece y no tenemos nada que explicar. Desde su casa estoy escribiendo ahora, entre vírgenes, angelitos, cuadros religiosos, profanos y estandartes para el carnaval.


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Lo que se destaca de esta tierra llena de bellezas y carencias es la hospitalidad de la gente. Germán y yo hemos recibido amor de todos desde que llegamos. Miles de abrazos me inyectaron de vida, esa vida que sólo Recife y Olinda pueden brindar. No hay pudor para el amor y no hay verguenza para la alegría.

Gracias a todos mis amigos pernambucanos por recibirme con los brazos abiertos. Los amo


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Paris


Nunca pasé tanto tiempo sin escribir desde que abrí el blog y me cuesta recuperar el ritmo. Por suerte que este sitio tiene vida propia y sigue su cauce sin mi. Rodolfo activó su implante coclear y Benito se operó. La solidaridad no dejó al blog morir a través de los comentarios de ánimos, felicitaciones y consuelos de los implantados. Rodolfo no está satisfecho con la activación y eso le tiró el ánimo al piso. No es para menos. Benito espera su activación ansioso y entusiasmado y todos le desean lo mejor. Inclusive Rodolfo. Mientras tanto yo estaba en Francia con Germán. Hacía nueve años que no iba para allá, la tierra donde nací y está mi familia materna. Me reencontré con mis primos hermanos y naturalmente con mi tía, con la que siempre mantuve contacto porque ella se vino varias veces a Argentina y me vino a visitar a Brasil también. Es la única tía que nos queda. Mi madre y sus dos hermanas murieron con poco tiempo de diferencia. Eran tres hermanas de una misma generación. De misma estatura y silueta, parecían trillizas. Los dos hermanos menores – Marie-Pascal y Jean-Léonce – son veinte años más jóvenes que ellas y sólo diez años más que yo. Una generación entera de la familia desapareció con las «trillizas». Se cayeron los grandes árboles y dejaron de brindarnos su sombra. Se hizo un vacío y fue duro volver a Francia sin sus presencias.


Todos se sorprendieron con mi nueva «audición». Tanto familia como también amigos percibieron un cambio enorme desde la última vez que nos vimos. «Era muy difícil hablar con vos», «Es sorprendente», «Un cambio espectacular». Hacía nueve años atrás yo escuchaba con gran dificultad gracias a un audífono digital, el más potente -por cierto- del mercado, y ni se me ocurría hacer un implante coclear. Era sorda y listo. Pensaba que mejor que eso no iba a conseguir. Estaba equivocada.


Pude oir mucho y hacer poco esfuerzo. Antes oía poco con mucho esfuerzo. Se invirtieron los factores y el resultado diferente. También lo fue con Germán, que no habla francés. Fui su traductora simultánea, la encargada en mantenerlo comunicado con todo y con todos. Se cambiaron los factores y el resultado fue sorprendente. Nos presentabamos con un «Él no habla francés y yo soy sorda» y nos divertíamos con las caras de asombro de la gente. Era sorda pero escuchaba gracias al implante coclear. Me di una panzada de francés y me reconcilié con mi país materno. Fue muy lindo compartir con Germán mi otro lado, mi otra mitad, mi identidad perdida. Conoció a mi familia y amigos, todos ellos tan cariñosos con nosotros. Me di cuenta que tengo muchos afectos vivos en Francia y eso me causó mucha alegría.


Yo nací en Paris pero mi madre era marsellesa. Mis abuelos también lo eran, al igual que mis tíos. Marie-Pascal, la más jóven, fue la primera que nació en Paris. En este viaje busqué consolidar mis raíces maternas y por eso mismo me tomé un tren hasta Marsella. Les quería dejar una vela a mi madre, tías y abuelos, en la Iglesia de la Vírgen de la Garde, protectora de la ciudad y de los pescadores. ¡Qué felicidad sentí cuando ví el mediterráneo! Algo en mi se despertó: mis raíces, mi sangre y mis recuerdos escondidos. Algo inexplicable pero emocionante me hizo vibrar por dentro cuando estuve en Marsella, mi tierra lejana pero nunca olvidada.


Lo mismo me pasó y me pasa con la Provence. Es un lugar mágico y con una naturaleza generosa. Se respiran los aromas de las especies en las montañas. El cielo azul y la luz que de él irradia atrajo a los pintores de mi corazón: los impresionistas. Allí se sabe comer y beber. Germán estaba fascinado con los quesos y los vinos que nos ofrecían mi familia y amigos en sus cálidas mesas. En Avignon estuvimos en la casa de Martine y Patrick. Los conocí en Brasil en el año 90 y sólo nos volvimos a ver dos veces desde entonces. Nuestra amistad permaneció intacta luego de dos decadas. Varios cuadros pintados por mí colganban de las paredes de cada habitación. Patrick fue director del colegio francés en Recife y gracias a él hice la primera exposición de mi vida. Unos recuerdos inolvidables y un cariño a prueba de años y distancia nunca nos separó. Luego estuvimos en la casa de otros amigos en Aix-en-Provence. Miles de años de historia recorren esa ciudad y Germán disfrutó de cada esquina porque él no sólo es un artista del teatro cómo que también es un amante de historia y en La Provence eso no falta. Allí estuvieron los celtas, griegos, romanos, galos, etc. que dejaron con su huellas. Una riqueza cultural sorprendente.


Año nuevo lo pasamos en familia, en los Altos Alpes, en la casa de la familia de mi tío político y marido de Marie-Pascal: Jean-Paul. Nos trataron como reyes. A mi que no me vengan a hablar de que los franceses son antipáticos. Son lo más hospitalarios que vi. Germán estaba en el cielo de los quesos, vinos,champagnes, almendras, patos, salsas, tortas. ostras, etc. Pero por sobre todo estabamos en el cielo por el amor que recibimos. Feliz, muy feliz me sentí.


Pasamos la mayor parte del tiempo en Paris. No había cielo azul y todos miraban la «metéo» a la búsqueda de una esperanza cálida. En vano, frío y nublado durante casi todo el mes pero estabamos en Paris, la ciudad luz, que nunca deja de brillar porque tiene luz propia. Es bella por donde la mires. Su historia es grandiosa y sus museos monumentales. Visitamos a los grandes maestros de la pintura y escultura en el Louvre, Orsay y Grand Palais. Germán pudo sentir la emoción de la pincelada y color en vivo, y yo me sentí feliz. Ni el frío, que tanto odio, pudo opacar mi felicidad.


Después vino la nieve y Paris se cubrió de blanco. Hacía quince años que no veía nieve, era hermosa, todo era hermoso para mi corazón emocionado con el amor de los reencuentros. Me reencontré con los ex-alumnos de mi colegio francés en Buenos Aires. Varios de mis compañeros se fueron a probar suerte en el viejo continente e hicieron una vida allá. A algunos no los veía hacía 35 años pero con otros tuve varios contactos desde que terminamos el colegio. Laurence, la que ofreció su casa y organizó la reunión, es una de ellas. Con nosotras no pasa el tiempo, siempre que estamos juntas nos sentimos en casa, o más bien dicho, en familia. En su casa también colgaban varios cuadros míos y no se pueden imaginar mi emoción. Después vinieron Marie-Louise, Roger, Marion, Jeróme, mis hermanos de criación, desgarrados como yo, mestizos, cortados por la mitad. Germán probó los deliciosos platos de cada uno de mis amigos, condimentados de mucho cariño. Una delicia.


El implante coclear fue primordial en mis relaciones. Todos coincidían con lo mismo: «Sos otra persona, es sorprendente lo bien que escuchás». Y yo feliz porque por fin pude estar comunicada aunque nunca vaya a escuchar como una normoyente y siga con perdidas de informaciones, siempre, porque lo mío no es un milagro, es simplemente una ayuda, y enorme.


En Paris busqué una casa de audición para comprar el bucle inductivo que tanto hablan en el blog de Pepe Lozano. Con este collar pueden escuchar el teléfono y la televisión con más claridad. No sabía cúal era el nombre de este aparato en francés ni su formato así que le mandé un mensaje privado a JL en el facebook. Con su información partí para la tienda. Cuando llegué me sentí en el paraíso. Había aparatos de todo tipo para ayudar a los sordos e hipoacúsicos a tener una vida más independiente. Teléfonos con mucho volúmen, despertadores con vibración o luces incandescentes. Timbre con luz, y el famoso collar inductivo que era distinto al que le había visto a JL en su visita a Buenos Aires, pero que funcionaba igual. Las vendedoras se comunicaban con lengua de de señas y también modulaban a la perfección pero por sobre todo eran atentas y cariñosas. Es así que descubrí el Comfort Audio Contego, un aparato FM, que me ayuda a entender mejor en las reuniones, con la televisión, en los bares, etc. Este aparato funciona tanto para implantes cocleares como para audífonos también. Quería que Rodolfo lo probase cuando lo vi, pero para eso tiene que tener la tecla T, que es para escuchar el teléfono y él no me pudo decir donde se situaba en su audífono. Seguro que la tiene, todos los audífonos lo tienen. Este nuevo aparato me ayuda un montón. En la próxima entrada se los describiré con detalle. Ahora tengo que subir esta entrada y reencontrarme con el blog… pedirles disculpas, y decirles que los extrañé.

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Llegué a Grecia para escapar del frío parisino. No quería volver a pasar otro invierno allí después de haber disfrutado del verano luminoso y cálido de La Provenza. En el barco los camioneros me enseñaron dos palabras claves: Porticalia y duliá. La primera quiere decir naranja y la otra trabajo. Era el momento de las cosechas de naranjas y aceitunas. Había trabajo por todo el Peloponeso y Creta durante los tres meses de invierno. Venía de hacer la vendimia en Nímes y me sentía capaz de cosechar cualquier cosa luego de esa experiencia. Nunca había visto una aceituna colgada del árbol, sólo en frascos. No me importaba, me sentía capaz de todo. Era jóven y fuerte, con muchas ganas de vivir experiencias nuevas en un lugar desconocido y fascinante; en la cuna de nuestra civilización.


Viajantes de todo el mundo llegaban a Grecia para trabajar en las cosechas. No había jóvenes en el campo y los viejos necesitaban de mano de obra. Todos eramos ilegales en el país pero la policía sólo aparecía si había un patrón disgustado con algún trabajador. Grecia es la puerta entre Oriente, Occidente y Africa. Todos estaban de paso. Algunos iban y otros volvían con sus mochilas cargadas de ilusiones. El trabajo era duro y funcionaba como un filtro. Quienes lo soportaban estaban preparados para emprender una aventura por otros continentes. Quienes no, mejor les era volver a casa.


La cosecha se había atrasado por causa de la sequía y no teníamos adonde ir. Me uní a un grupo para sobrevivir. Eramos nueve: dos italianos, un francés, dos chilenos, dos españoles, dos vascos.y yo. Yo era la única mujer del grupo asi que me comporté como una señorita para que me respetaran. Tenía coronita, todos me protegían. Nos instalamos bajo un barranco, en una pequeña depresión. Nuestro techo eran las estrellas y nuestros colchones cartones. Nos acomodabamos de noche alrededor de una fogata para entrar en calor y así poder dormir. El hielo de la madrugada se recostaba sobre nuestras frazadas y nos teníamos que levantar del frío. Demás está decir que dormíamos completamente vestidos y abrigados. El baño estaba en el bar. Debía hacer malabarismos para bañarme con una simple bacha. Por momentos miraba las estrellas y la llamaba a mi mamá con lágrimas en los ojos. Nunca había añorado tanto en mi vida tomar una sopa caliente en la cama.


Todos los días pasaba un viejito por ahí y nos decía: POLÍ NERÓ. No sabíamos que era eso, nadie entendía el griego. Seguimos nuestras vida como si nada. Compramos una olla popular para cocinar. Cada vez teníamos menos dinero y no sabíamos qué hacer para comer. Cuando el mercado cerraba iba a recoger verduras y frutas tiradas, pero en buen estado. Una vieja me confundió por gitana y me chifló para darme una bolsa de papas. Me habia mimetizado, llevaba puesto varias ropas, las unas encima de las otras, para abrigarme. Mis mechas negras azabaches se escapaban del pañuelo que tapaba mi cabeza. Ya no era una nena de mamá que buscaba aventuras, era una gitana, una de las tantas que buscaban trabajo en las cosechas. Llegó el día que tuvimos que comprar una gallina viva para comer. Era vieja y barata. Nadie la quería matar y todos la querían comer. Esta experiencia fue muy intensa para mi, al venir de un medio social cómodo e indiferente. La tengo que matar, pensé. Si la como, la tengo que matar. Un colega se unió a mi. Él la mató y yo la desplumé con su cuerpo todavía caliente. Las cuatro horas de cocción no sirvieron de mucho, estaba muy dura, practicamente incomible; pero la comimos igual. Cómo dicen por ahí: El hambre es el mejor condimento.



El día de mi cumpleaños decidí ir a Atenas para conocer la Acrópolis, que tanto me fascinaba. En la facultad había hecho un trabajo sobre ese enorme santuario y verlo en vivo me emocionaba mucho. Jesús, un compañero del campamento, me acompañó. Paseamos durante todo el día y llegamos a Argos de noche. Cuando estabamos en el omnibús se largó una tormenta feroz después de dos largos meses sin agua. Decidimos buscar un refugio para dormir y encontramos una casa abandonada. Al otro día grande fue nuestra sorpresa al llegar al campamento. Había desaparecido bajo el agua, la depresión se transformó en un caudaloso río. Me sentía tan desamparada que me puse a llorar. Un amigo me dijo: Hoy llorás pero en el futuro te vas a reir de este momento y se transformará en una anécdota de tu vida ¡Tal cúal!


Enseguida después empezó la cosecha y nuestra suerte cambió. Con el tiempo aprendí a hablar en griego y supe que POLÍ NERÓ, quiere decir «mucha agua» El viejito nos quería avisar que estabamos encima del lecho de un río.

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Casamiento en Sénégal


El bicho de los viajes me picó en Sénégal. Conocer aquel país rompió con mis frágiles estructuras de una niña de once años. Ese país era distinto a todo lo que había conocido. El mundo era enorme y Buenos Aires un poroto frente a tal diferencia. Descubrí que mi cultura no era la única y mucho menos exclusiva, sólo era una entre miles, todas con el mismo derecho de existir.


Mi familia se reunió en Dakar para el casamiento de mi tía con el famoso actor argentino de la época, Norman Briski. Este último estaba en el auge de su carrera. Había actúado en «La fiaca» y «la guita», dos péliculas que hicieron furor en aquel entonces. En las calles de Buenos Aires lo paraban a cada rato para pedirle un autógrafo. En Sénégal nadie lo conocía.



Fue un casamiento relámpago. Mi madre era amiga del director de «La fiaca» y «La guita» -Hector Olivera- que le pidió un favor. Norman viajaba a Paris y no conocía a nadie, le preguntó si le podía presentar algún familiar de ella para que le haga conocer la ciudad. Su hermana menor -Marie-Pascal- era jóven, libre y bella. Cuando le abrió la puerta a Norman tuvieron un flechazo. A los quince días decidieron casarse. Mi abuelo, el general, vivía en Sénégal en aquel momento. Era el único productor nacional de carne vacuna del país. No era un general cualquiera, fue uno de los fundadores de la Resistencia durante la segunda guerra mundial. Escapó de la Gestapo de una manera espectacular. Recibió la legión de honor, cruz de guerra con palmas, compañero de la liberación y medalla de la resistencia con roseta. Era un aventurero e inventor. Creo que se aburría en la pacífica Francia y fue por eso que se fue a vivir a África. Convivía en su propiedad con varias tribus y mantenía buenas relaciones con todas. Cada una de ellas construyó una cabaña alrededor de la casa de mi abuelo, como regalo de casamiento. En una semana las tenían listas.



Miraba con admiración a mi excéntrico abuelo cuando se paseaba entre las vacas con un turbante en la cabeza. Lo acompañaba a todos lados. Recuerdo el día que fuimos a visitar, por el nacimiento de uno de sus hijos, al jefe de una tribu, un negro robusto e imponente, vestido con una larga túnica y un sombrero de colores. Dentro de una cabaña varias mujeres estaban recostadas alrededor del bebé recién nacido y yo me uní a ellas mientras los dos patriarcas conversaban animadamente. Mi abuelo hablaba en bolof, la lengua de los senegaleses ya que el francés sólo era una lengua impuesta por los colonizadores. Un niño de la tribu se «enamoró» de mi. Venía todos los días a visitarme con un coco que rompía delante mío con una piedra. Él me enseñaba a hablar en bolof mientras yo saboreaba apasionadamente el delicioso y exótico coco que me había traído. No sé si esa fue mi primera experiencia de comunicación con una persona con la cual no hablaba el mismo idioma que yo y viceversa. Lo que sí, fue una experiencia inolvidable, que me marcó de por vida.



Un día me invitó a su tribu. Nos fuimos los dos caminando descalzos por la arena. Todos me recibieron con los brazos abiertos. Nadie hablaba francés. Me sentaron junto a una fuente enorme llena de comida. Varias personas comían de ella con las manos. No sabía qué era; se parecía a una papilla, de color crema. Con las manos amasaban un bollo para luego llevárselo a la boca. Tenía un gusto completamente diferente a todo lo que había comido en mi corta vida, y no me gustó. Me daban arcadas cada vez que me llevaba un bollo a la boca pero sabía, no sé cómo, pero sabía que si no lo comía iba a ofender a mi amigo y a su pueblo. Fue un momento difícil de tragar pero estaba tan deslumbrada con todo lo que vivía que no me importaba. Me lo comí todo, mientras disimulaba el desagrado con una sonrisa.



Vino gente de todos lados para el casamiento. La casa de mi abuelo fue el punto de encuentro de mi familia diseminada entre Francia, África y Argentina. La fiesta fue espectacular, sobre todo la que hicieron las tribus con luchas, bailes con fuego y música al son del tam tam.



Durante ese mes no sólo conocí el campo de mi abuelo cómo también la ciudad de Dakar. Fuimos a la isla de Gorée, detenida en el tiempo. No habían coches, ni electricidad. Un fuerte, que sirvió de prisión, se imponía frente al mar. Desde allí embarcaban a los esclavos rumbo a América. Las celdas eran tan pequeñas que no se podía permanecer en pie. Sentí vergüenza y dolor, y el sufrimiento acumulado de las personas presas, transpirar por las paredes oscuras.



Lo que me encantó de Sénégal fueron los colores. La gente se viste con ropas hechas con telas estampadas artesanalmente. Todas ellas, bellísimas. Las combinaciones de dibujos y colores, sublimes, contrastan con el color de la piel senegalés, que de tan negra parece azul. Los dientes relucían cómo en la mejor publicidad de dentrífico occidental. Las piragüas con las que iban a pescar también estaban dibujadas y pintadas. Se respiraba arte en la vida cotidiana del pueblo por todos lados.



Muchas veces mi madre -al intentar entender porque me había ido a vivir a Recife- decía que me había buscado mi propio Sénégal allí. Algo de verdad debe haber ya que entre los dos países hay muchas similitudes. Tienen el mismo clima, con playas repletas de cocoteros, arena blanca y mar turquesa. No existen las estaciones, sólo la época de lluvia y la época seca. La cultura africana se impone en la vida de los pernambucanos en las comidas, música, bailes y, porque no, alegría. En Recife uní Sénégal y Sudamérica en un mismo lugar. Allí me sentí en casa durante veinte años, en una tierra que fue mía por adopción. Sólo la abandoné por motivos familiares, pero siempre está en mi corazón, mi pequeña Africa, mi oasis interno: Recife.


Aclaraciones:

La nota de la revista es muy mala y mentirosa.

«Dueño de inmensas tierras en la ex-colonia francesa». No era dueño de inmensas tierras y la palabra ex-colonia está demás. Es un país que se llama Sénégal.

«Negros, besos y mucho ritmo» Hoy en día los procesaban con esta frase racista.

Tengo fotos mucho más interesantes que estas, a decir verdad maravillosas pero están en diapositivas y espero un día pasarlas en papel y escanearlas. No es algo fácil de hacer en Buenos Aires… es una pena.

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