Llegué al festival de teatro de Avignon escapando del frío gris de Paris. Lo conocí a Pedro en la feria de artesanía. Chileno, había llegado a Francia de Venezuela donde trabajó en una petrolera. No sabía francés, no conocía a nadie. Confeccionaba mocasines de cuero de bebés para otro chileno que lo explotaba y se aprovechaba de su frágil situación. La segunda vez que me lo encontré me ofreció ser su socia. Había copiado los moldes de los mocasines en un papel. Su idea era confeccionarlos y venderlos juntos. Yo también estaba jugada. Acepté. Pocos días después se nos unió Tino, otro chileno sin talento para la artesanía pero con plata. Pagó la materia prima. Compré cueros de colores y mostazillas de colores también, que los combinaba con plasticidad. Nos fuimos los tres a la Côte d´Azur, más precisamente a Saint Tropez, abarrotada de turistas.
EI el puerto de Saint Tropez instalamos nuestros zapatitos en encima de una manta, en la vereda. Montones de turistas se acercaron fascinados por los colores de los mocasines pero también por nuestra pinta de indios sudamericanos. Tino parecía más bien indonesio y Pedro mapuche. Mi pelo negro y piel bronceada combinaba con ellos dos. Recuerdo el día que un alemán se nos acercó y preguntó si éramos indios. Le inventé una historia de nuestros ancestros y los mocasines que lo hicieron viajar mentalmente a una película de Indiana Jones. Con prudencia me pidió permiso para sacarnos una foto. Le contesté que primero tenía que pedirles permiso a mis “hermanos”. Me lo imagino todavía mostrando la foto a sus amigos y familiares.
Pamela había llegado desde Australia (su país de origen), primero en barco hasta el continente asiático y luego por tierra hasta Francia. Ella también parecía una india. De padre inglés y madre aborigen, era mestiza. Tenía una larga y lisa cabellera de color negro azabache y unos ojos oscuros y penetrantes, de quien viajó miles de kilometros sola y con poco dinero. En Saint Tropez Pamela conoció a Melanie, una chica canadiense q hablaba inglés y francés. Al envés de Pamela, Melanie tenía una mirada dulce y el pelo de color castaño claro prendido con dos trenzas. Era una chica country. Amaba a Neil Young, se vestía con pantalones babucha de colores, tocaba la flauta traversa y una armónica. Era la traductora de Pamela, que como buena anglo parlante no sabía hablar otro idioma que el inglés. y yo fui la traductora de mis “hermanos”, pasando por encima de mi sordera.
Cuando la temporada de verano llegó a su fin nos juntamos a platicar y decidir que hacer de nuestras vidas. Nadie quería volver adonde sea. En La Provenza había empezado la vendimia. Nos tomamos el tren y fuimos hasta Nîmes, una ciudad rodeada de viñedos. Encontramos trabajo enseguida pero tuvimos que esperar un día para comenzar y no teníamos dinero ni lugar para dormir mientras tanto. Nos separamos en dos grupos. Yo me quedé con Pamela. Al poco tiempo de andar descubrimos una casa abandonada cerca del centro. Compramos una lata de salchichas y velas. Cuando llegó la noche trepamos el portón y aterrizamos en el patio, bordeado por la casa . Nos instalamos en una habitación en el ala izquierda. Prendimos dos velas y con un cuchillo abrimos la lata. Un movimiento distrajo mi atención para el lado de la ventana. Advertí una silueta en el ala derecha de la casa. No tuve tiempo de comentárselo a Pamela que con dos soplidos apagó las velas, tomó un cuchillo y me entregó otro a mí.
— Shut up, Escuché unos ruídos. Hay alguien. — susurró
— Yo lo vi, Pamela, i see, there, mira ahí, ¿la ves?
Arrodilladas debajo de la ventana, asomamos la cabeza para ver. Me temblaba la mano.
— No veo la silueta — me dijo
— ¿Pero la escuchás?
— Si
— Yo no la escucho, la veo…
Tembló mi mano sin control,
— No sé usar un cuchillo… ni quiero — le confesé en inglés básico
— ¿Qué hacemos, luchamos o nos vamos? — preguntó sin escucharme
— ¡Nos vamos!
Saltamos por la ventana y corrimos por el patio hasta el portón. Trepamos, sin mirar atrás. Sentí unos ojos apuntando mi espalda. En la calle corrimos hasta perder el aliento. Fuimos hasta la estación de tren. Aliviadas, subimos a la terraza buscando un lugar para descansar. No habían bancos ni nada. Nos acostamos en el piso. Apoyé mi cabeza encima de la mochila, del oído derecho, con el que algo escuchaba aún. Cuando el silencio se hizo verbo dormí profundamente hasta el momento que Pamela me golpeó el hombro sin querer, cuando empujó al tipo que se acostó a su lado y le acarició el pelo mientras ella dormía.
Pocas horas después nos encontramos con Pedro, Tino y Melanie en la estación. Cuando llegamos al viñedo el patrón nos dio abrigo en una casa de piedra cerca de la bodega. Las camas eran colchones tirados en el piso, la cocina no tenía heladera y sólo podíamos comer de a dos en la mesa porque faltaban 3 sillas. A la noche nos calentábamos del frío tomando vino, lo que nunca faltó. La bocina estridente e insistente del tractor nos despertaba a la mañana. A la noche nos dolía todo el cuerpo y nos hacíamos masajes mutuamente. Luego preparábamos comida, abríamos una botella de vino, hablábamos una especie de esperanto desesperado, todos sordos como yo, pero por causa del idioma. Me encantaba charlar con Pamela. Con la ayuda de un diccionario teníamos conversaciones trascendentes de sus viajes, su vida en Australia, un mundo tan lejano y distinto al mío. Cuando la cosecha terminó Pamela y yo nos sentíamos amigas aunque no la volví a ver nunca más. Ella se fue con Melanie a Canadá. Nosotros viajamos hasta Grecia y trabajamos durante seis meses en distintos pueblos del Peloponeso y Creta, en las cosechas de aceitunas y naranjas donde aprendí a hablar en griego… y traducir, a pesar de la sordera.