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La cirugía

Hola queridos amigos,

Ya estoy en casa. La cirugía salió bien. Los médicos muy contentos con el resultado. Me dijeron que sacaron todo, aunque haya que hacer biopsia, volvieron a repetir que lo sacaron todo. También estuvieron muy conformes con mi recuperación. Respondí muy bien al dolor, el ayuno, las heridas, etc. Fue muy doloroso, por primera vez tomé morfina en mi vida. Me siento agradecida porque fui muy bien atendida en el hospital, en el peor momento de la pandemia. Mis dos hijas fueron muy cariñosas y las dejaron estar conmigo. Una a la vez, o sea que se turnaban. Se llevaron una bolsa de dormir y se acostaron en el piso. Tuve que compartir cuarto con otros pacientes. En cinco días estuve con cuatro pacientes distintos. Cinco días que parecieron meses. Cada día se desdoblaba en varias semanas, tantas eran las sensaciones y los desafíos que tenía que enfrentar para sanar las heridas internas y externas. El cirujano siempre se quitó el barbijo para hablar conmigo. Me dejaron entrar al quirófano con el procesador puesto y me lo quitaron en el momento de la cirugía porque trabajaron con electricidad. Cumplieron con su palabra y desperté con el procesador prendido. Lo primero que dije, quiero vomitar y escuché claramente como la médica me respondió, va a pasar rápido. Y así fue. Seguro que esa sensación se debió a que estuve entubada. Siempre me dejaron el procesador prendido. Le puse pilas para no tener que llevar cargador y baterías. Las pilas duran tres días así que sólo las cambié una vez. Los enfermeros no se quitaron los barbijos pero me hablaban de cerca y casi siempre conseguí entender. Cuando no, mis hijas tradujeron. No sufrí por la sordera. .Al contrario, tuve que soportar el ruído de la televisión que tenían prendida sin parar mis pacientes vecinos. Era tóxico, una falta de respeto porque nunca me preguntaron si yo también quería ver esos horribles noticieros que repetían durante media hora la misma estúpida noticia, cómo un mantra, hasta convertir al tele espectador en un zombie. Pero no desconecté mi procesador, sólo lo apagué para dormir, cómo hago siempre. No faltó un malentendido, seguro que hubo otros, pero sólo me enteré de ese.  A la noche vino un enfermero, con aspecto diferente. Era viejo, tendría unos setenta años, y además del barbijo también usaba una máscara. Cuando se presentó dijo «Esta noche voy a ser el enfermero de ustedes» Y cuando lo dijo me miró a los ojos. Yo entendí que me iba a palpar la panza, lo que siempre era muy doloroso, así que le respondí con una expresión de repulsión y asco. Por suerte mi hija se dio cuenta y me aclaró que el señor no me iba a tocar la panza. La verdad que sentí mucha verguenza de haber humillado a ese hombre que tenía que seguir trabajando y arriesgar su vida por causa del virus cuando tendría que estar jubilado. Le pedí perdón y le expliqué que era implantada. Tuvo una queja digna de tener en cuenta. Que no escribieron en mi informe que era sorda implantada. Así es como todos me trataban como una oyente y por más bien que lo maneje y por mejor que hable, no lo soy. Las dos últimas noches fueron una delicia porque compartí el cuarto con una coreana que no prendió la televisión! El silencio fue sanador. Me tocó estar del lado de la ventana y la vista daba a un parque enorme, de colores verdes y ocres. Aproveché para mirar Netflix con mi celular. El dolor había cedido y sólo tomaba diclofenac y paracetamol. El domingo me soltaron de repente. Estaba lista para seguir el reposo en casa. 

Sigo en reposo pero me siento bien . Tuve ayuda de los hijos y de Germán. Hago dieta, no tengo dolor. Cada día me siento un poco mejor. Mañana lo voy a llamar al cirujano para saber cuando me saca los puntos. Luego empieza una nueva etapa. Resta la confirmación de la biopsia, de que estoy limpia y el resultado de sangre que determinará que tipo de tratamiento seguiré.

No soy religiosa pero creo en una fuerza mayor. Creo en el amor y en la oración en sus distintos idiomas y formas. Por eso pedí a mis amigos que recen, manden reiki, mediten, pidan, lo que sea, en mi nombre. Y estoy segura que dio resultado. 

¡Gracias!

Desde que Germán se enfermó no pude escribir más. Quise hacerlo pero no pude dominar la pereza intelectual, más bien cansancio mental, que sentía. Fueron años de internaciones, médicos, cirujanos, enfermeros, decisiones difíciles, angustia por la incertidumbre, dolor,  impotencia, miedo. Tantos sentimientos intensos y extremos me exprimieron y secaron por dentro. Todo mi esfuerzo se concentró en mi compañero, ayudarlo a salir adelante, como por suerte consiguió gracias a su enorme fuerza de voluntad. No se rindió nunca. Aprendí tanto a su lado. 

Pude acompañar a mi marido gracias al implante coclear. Escuché a médicos y enfermeros en situaciones estresantes sobre temas desconocidos para mí. De todos modos no escucho como una persona «normal». Para empezar, escucho con un sólo oído y con electrodos que hacen contacto directamente al nervio. Cuando estoy nerviosa escucho peor, por el esfuerzo que tengo que hacer. Es por eso que siempre me presento con un «no escucho bien, soy sorda y tengo un implante coclear», me levanto el pelo y le muestro el procesador, «¿puede hablar más pausado, por favor?». Generalmente funciona; no siempre. Hay que ponerle onda. 

«¿Cómo hubiera sido tu vida si no eras sorda?»  preguntó mi madre cuando vió el cambio que me produjo escuchar. Ahí se dio cuenta como la sordera me limitó.

En el año 2019 cambié el procesador por uno más moderno.  Ahora escucho audios por whatssap. Si hablan muy rápido o hay ruidos de ambiente, no, pero cada vez entiendo mejor. También escucho el teléfono. Todavía le tengo fobia, pero en los momentos de necesidad y urgencia lo tuve que usar. Hice una rehabilitación forzada. Lo mismo con la televisión, que no veía desde mi niñez pero que a Germán le encanta.  Desde que empezó la cuarentena vemos series en Netflix todas las noches. Germán tiene afasia por los ACVs y le cuesta leer los subtítulos así que vemos las series dobladas y con subtítulos a la vez. Es increíble lo que aprendí desde entonces. Ahora entiendo casi todo lo que hablan los actores. Nunca me había pasado antes. Fue otra rehabilitación forzosa y muy fructifera, por cierto. 

Cuando pensaba que ya habíamos pasado lo peor, me enfermo yo. En abril de este año me sacaron un pólipo y la biopsia dio cáncer neuroendocrino de recto. Cuando leí el informe se me vino el mundo abajo. Pensé en la muerte. Me acordé de mi madre, mi padre, mi abuela, mis tres tías, mis dos primas hermanas. Todos ellos tuvieron cáncer. Sólo mi tía y primas se salvaron. Ellas son mis guías y mis ejemplos. Con la pandemia tuve que ver a los médicos y hacer todos los estudios sola y con barbijo. No se puede entrar en un hospital o centro de salud acompañado. El barbijo es una barrera comunicacional, no puedo leer los labios y el sonido no sale claro. A veces no entiendo nada y pido ayuda. Por suerte muchas personas reaccionan bien, hasta piden disculpas, pero están los que son sordos con oídos y siguen hablando cómo si nada. A esos hay que zamarrearlos. El cirujano me sorprendió. El mismo día que lo conocí se sacó el barbijo para hablar conmigo. Me facilitó todo. Esquivó la burocracia, llamó por teléfono a la oncóloga y tomó el turno por mí. Lo mismo con los estudios. Hice todo en tiempo record y el 8 de junio me van a operar. Tengo muchos puntos a favor. El cáncer está localizado y es de crecimiento bastante lento. Con la cirugía me puedo curar. 

Ahora tengo que enfrentar el miedo a la cirugía y a la incomunicación. Si no puedo estar acompañada ¿quién va a cuidar de mi procesador mientras me operen? ¿Cómo haré cuando me hablen tapados de arriba a abajo? ¿Qué voy a entender? No lo sé, pero lo voy a enfrentar… como hice siempre. 

Menino amazónico

En el facebook vi la foto de un niño amazónico encima de una barca, con una mirada inocente iluminada por la chispa de la vida. El agua turquesa y transparente me emociona, es la naturaleza en su máximo esplendor. No pude resistirlo, necesité representarlo con los pinceles.

Acrílico sobre bastidor

100 x 80 cm

Machu Picchu

Este cuadro tiene una historia. Se lo pinté al cirujano de Germán, un médico de 33 años, que opera en el hospital Argerich además de la clínica Santa Isabel. Cuando lo vi por primera vez me asusté, parecía un chico de 20 años. Germán estaba entre la vida y la muerte. Cualquier decisión tenía riesgos y la mortalidad era alta en cualquiera de ellas. El 80% de las personas que llegan al hospital con su tipo de pancreatitis muere en los cinco primeros días. El cirujano decidió esperar, bajar la infección antes de operar. Para eso Germán tenía que estar en ayunas porque el páncreas se pone a trabajar cuando el organismo recibe comida. Ni agua podía tomar. Durante un mes fue alimentado por la yugular, con un líquido blanco que le proveyó todas los nutrientes necesarios para resistir. Y resistió. La operación fue muy complicada, en varias etapas. El cirujano lo intervino 17 veces, cada dos días Germán iba al quirófano para someterse a «la toilette», sacar pedazos de pus y necrosis minuciosamente. Tuvo la panza abierta durante un mes, sostenida por dos ganchos que el cirujano sacaba para limpiar y volvía a colocar. Luego vino el largo proceso de cicatrización. El agujero era grande y no se podía coser. Le colocaron un aparato, un VAC, que cierra la herida al vacío y la seca de líquidos, por las infecciones. El VAC lo hizo sangrar y se lo quitaron. Siguió con azúcar, un gran cicatrizante, todos los días, hasta cerrar. El doctor Alonso le salvó la vida a Germán. Su talento y vocación son admirables. No tenía palabras de agradecimiento y por eso le pinté un cuadro, lo que mejor sé hacer. ¿Y por qué el Machu Picchu? La foto de perfil del cirujano era una pirámide maya y me dijo que le gustan los paisajes. Los incas fueron grandes cirujanos. Todo cerraba en el Machu Picchu. De todos modos la historia no terminó ahí. Vinieron más operaciones al año siguiente, siempre en manos del Dr. Alonso, el mejor.

Y un día dejé de escribir. Ya lo había dicho todo o por lo menos así lo creía. Una sensación de vacío, una torpeza en la construcción de las frases paralizaron mis pensamientos. Con el tiempo me olvidé de la sordera, de la alegría que me produjo volver a escuchar, de los nuevos descubrimientos sonoros. Con el implante la comunicación se hizo más fácil y mi discapacidad pasó a segundo plano. Ya no tengo que hacer un esfuerzo sobrenatural para entender lo que dicen. No escucho como un oyente, tengo un solo implante. No sé de donde vienen los sonidos y me cuesta acompañar una conversación en un ambiente ruidoso pero en el mundo de los ciegos el tuerto es rey.  Gracias al implante enfrenté nuevos desafíos. Trabajé como profesora de pintura, aprendí a hablar en público y volví a escuchar música. Fue grandioso. 

El mayor desafío lo tuve cuando se enfermó Germán. En abril del 2017 Germán estuvo tres meses internado en el hospital, con una pancreatitis gravísima. Tuve que hablar con médicos y enfermeras todos los días. Y si es difícil leer la receta del médico también es dificil escucharlo hablar sin modular, apurado y preocupado porque su paciente – que es tu amor – está entre la vida y la muerte. Pero la cosa no terminó ahí, luego vino la internación domiciliaria, otras internaciones en el hospital y nuevas cirugías. El stress que Germán sufrió fue tan grande que le provocó cinco acv, o sea, cinco internaciones nuevas que culminaron con la implantación de varios stents en la carótida intercraneal. El implante coclear me permitió acompañarlo y ayudarlo con los trámites de internaciones, autorizaciones médicas, farmacéuticas, de rehabilitación, etc y etc. No podría haber hecho frente a tantas situaciones límites en el silencio. Lo que todavía me cuesta es el teléfono pero por suerte existe la internet, los turnos por whatssap, las autorizaciones por mail. Cuando no entiendo exijo que modulen y me miren a la cara cuando hablan. Antes de empezar cualquier conversación aviso que soy sorda y escucho con un implante coclear. La sordera es invisible y mucha gente no sabe como tratarnos.  

Descubrí que Germán es un guerrero. Los acv le dejaron secuelas.  La mano está paralizada, tiene afasia y dislexia. Todos los días lucha para mejorar. Va solo a los centros de rehabilitación. Toma colectivo y tren, también se viste, cuelga ropa, se baña, y escribe con la mano izquierda a pesar de ser diestro. Hace esfuerzo hasta el agotamiento y nunca pierde el buen ánimo. Germán no se rinde, me inspira esperanza, me da fuerza, alimenta mi amor.

Durante estos años pensé varias veces en escribir pero no tuve fuerzas para hacerlo. Me agotaba solo de pensarlo. Abandoné el blog y dejé las clases de pintura. Conseguí pintar algunos cuadros, uno fue para su cirujano, un joven de 33 años que lo operó 18 veces y le salvó la vida gracias a su talento, osadía y determinación. En el blog dejé pasar varios cumpleaños. El 9 de octubre del 2018 se cumplieron diez años desde que coloqué el implante coclear. El 5 de octubre del  2018 cumplí seis años sin fumar. En septiembre del año pasado se cumplió diez años desde que abrí este blog. Conocí mucha gente maravillosa en este espacio y logré ayudar a unos cuantos a tomar la decisión de implantarse y cambiar el rumbo de su vida como lo hice yo. Otros cuantos dejaron de fumar.  En estos años recibí varios mensajes privados y públicos de agradecimiento que guardo dentro de mi corazón.

Cuando cumplí diez años de implantada hice nuevo pedido de procesador. Lo podría haber hecho a los seis años – por derecho – pero estaba satisfecha con el que tenía. Cuando conocí al doctor Arauz me dijo que el implante es un aparato tecnológico y como todo aparato un día se puede romper.  Además la tecnología avanzó y el nuevo modelo de procesador tiene más funciones y mejor calidad sonora que el otro. Esperé nueve meses para recibirlo, luego de dos cartas documento con un abogad.  Lo estrené hace quince días y ya escucho mejor, sobre todo en lugares ruidosos. Por todo lo que escribí arriba estuve cuatro años sin hacer calibraciones. Por suerte mi antiguo procesador se portó diez puntos y la calibración me funcionó muy bien. Nunca me falló. Agradezco a Patricia Estienne, mi calibradora, por ello. 

El doctor Arauz quiere que haga implante del otro oído. Tengo miedo y estoy cansada de hospitales. Será tema para otro capítulo. 
Gracias por estar

Hola amigos, comparto  un artículo que publicó el diario de Gualeguaychú, ElDía, sobre la necesidad de los subtítulos en el cine y televisión para la comunidad sorda en Argentina. La nota es muy completa y vale la pena leerla. Si les gusta y quieren colaborar en la difusión de nuestra campaña entren en la página del Facebook de Juntos por los subtítulos ¡Muchas gracias!


 Leer nota acá


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Yo quiero subtítulos….

La sordera es una discapacidad invisible tanto para el oyente como para el que lo padece aunque la ceguera a veces también lo es. Mi madre tenía problemas de vista y por coqueta se negaba a usar anteojos. En la calle saludaba al azar “por si acaso”.

 

A Gustavo lo conocí en la facultad. Formamos parte del mismo equipo de trabajo con otros dos compañeros pero un día abandoné la carrera, vencida por la sordera y me fui del país. Volví a Buenos Aires tres años después. Alquilé un departamento y encontré un trabajo en un estudio de arquitectura.


 

El reencuentro con mis amigos fue difícil. Se habían casado, algunos tenían hijos, otros eran profesionales, menos Gustavo que largó la facultad cuando le faltaban cuatro materias para terminar la carrera porque se dio cuenta que lo suyo era y es la fotografía. De compañeros pasamos a ser amigos cercanos y compartimos muchos momentos juntos en esa etapa de nuestras vidas.



 

Y cómo Dios los cría y el viento los amontona, Gustavo y yo nos reencontramos por segunda vez en el año 2010. Retomamos nuestra amistad enseguida. Nos hicimos amigos de nuestras respectivas parejas y ellos se hicieron amigos a su vez. Una noche, luego de la cena y con una copita de licor de frambuesas en la mano, recordamos tiempos pasados.



 
— ¿Te acordás del departamento de Nuñez, donde viviste?— me preguntó Gustavo.
— Si, claro — le respondí
—¿Cuál era el nombre de la calle? — continuó
— ¡No me acuerdo! — le confesé avergonzada
— Había una placita frente al edificio
— ¿En serio?
— Me parece haber pasado por ahí la semana pasada ¿Te acordás del departamento por dentro, no?
— Si, por suerte — le dije y nos reímos — Era blanco, tenía un sillón hecho con una base de cemento. Era luminoso a pesar de ser un contrafrente. La cocina estaba integrada por una barra al living…
— Y ponías la música a todo lo que da — añadió.— ¡Loca! ¡Bajá la música, loca! ¡loca!, te gritaban los vecinos y vos seguías de lo más pancha.
— ¡No te puedo creer! ¡No sabía nada!
— Si, gritaban desde sus ventanas. Habían perdido todos los modales.
—¿Y por qué no me dijiste nada? — le pregunté intrigada.
— Porque te hacía feliz escuchar música.



 

vecinos


Gustavo fue el único amigo que se dio cuenta que yo no era feliz. No aceptaba mi sordera progresiva, no quería usar audífono. Acoplaba mi mano detrás de la oreja para captar las palabras. El problema no eran mis amigos, era yo. Me sentía invisible, no podía participar en ninguna reunión. En las fiestas me iba sin saludar a nadie, segura que no me registraban pero estaba equivocada porque al otro día me llamaban para preguntar que había pasado. Nunca les decía porqué, escondía mi dificultad. Sufría mi silencio sola y para espantar los males ponía la música a todo volumen en un acto de rebeldía contra el destino. La música me devolvía la vida. El silencio era mi muerte, la desconfianza mi constante.


Me cruzaba con los vecinos en los pasillos del edificio, en la puerta de entrada o en la escalera. Los saludaba rápidamente y bajaba la cabeza inmediatamente después para evitar una conversación de la cuál iba a salir perdedora. Puede ser que ellos aprovechaban ese momento para quejarse de la música, me pedían que bajase el volumen, que había un bebé, un enfermo, que no podían dormir. Puede ser que tocaron varias veces mi puerta, tantas cosas pueden haber ocurrido sin saberlo yo.



 

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Gracias Gustavo

mavi medel


Llegué al lugar de encuentro una hora antes de la charla, tal como me lo pidieron. La coordinadora de Medel, me recibió y llevó a una salita donde estaban Carolina (la psicóloga), Patricia (la fonoaudióloga) y Ana (la audióloga) que trabajan en la fundación Arauz. Allí me presentaron a los otros implantados que iban a contar sus historias junto conmigo. Nos dieron una hoja a cada uno de nosotros con preguntas: “¿cuando te quedaste sordo?”, “¿cómo te sentiste cuando lo supiste?”, “¿cómo te decidiste por el implante?”, “¿cómo salió la cirugía?”, “¿cómo escuchaste en el encendido?”, “¿cómo fue la rehabilitación?”, “¿cómo vivís con el implante hoy en día?”. Cuando llegó la hora partimos a una sala acomodada para la ocasión. Varias hileras de sillas miraban el escenario y la pantalla de proyección. Primero habló el cirujano, explicó como funciona el aparato y cuales son los procedimientos para la cirugía. Luego se acercaron las fonoaudiólogas, psicólogas y audiólogas y explicaron cuáles son sus funciones en el proceso de implantación y rehabilitación. Al final nos sentaron a los implantados en unas sillas frente al público con dos micrófonos que nos pasamos según el turno de cada uno.


Los relatos fueron emocionantes. Primero habló una chica sorda de nacimiento. Ella había escrito las respuestas en un papel que leyó con cierta timidez. La gente aplaudió cuando terminó su testimonio. Les pasó el micrófono a la pareja que estaban sentados a su lado. Primero habló el padre y luego la madre y contaron cómo les costó aceptar la sordera de su bebé y lo que sufrieron durante todo el proceso de la operación y encendido. El hijo ahora es bi implantado, tiene seis años y en aquel momento jugaba en otra sala con niños en su misma condición.


Cuando me tocó el turno tomé el micrófono sin vacilar. Escucharme la voz cuando hablo me devolvió la confianza que nunca tuve. Empecé mi relato con mi niñez y mi madre que me retaba porque yo le pedía que repitiese, su negación, la profesora que se dio cuenta que lo mío era más que una distracción, las operaciones, los fracasos, las limitaciones, la angustia, el silencio, el miedo a la cirugía y la rehabilitación. Sentí una irrefrenable necesidad de llorar cuando llegué a la parte que abandoné la facultad. “Perdón, me emocioné”, confesé. Seguí mi relato con la voz quebrada hasta el final. El dolor sigue vivo pero escondido, con rascar un poquito aflora. La sordera siempre me dolió, por eso lo cuento, porque el implante coclear me devolvió la vida y se la puede devolver a otras personas que sufren lo mismo que yo. Cuando terminé de hablar le pasé el micrófono a la mamá de una nena implantada bilateral de ocho años. El testimonio de la mamá me removió recuerdos dolorosos. Al igual que mi madre negó la sordera de su hija hasta más no poder con las mismas ansiedades y angustias. Mi mamá sufría más que yo por mi sordera. Por eso respeto tanto a los padres, porque a ellos les pesa una culpa inmerecida. Me encantó la honestidad y generosidad con su testimonio. La nena agarró el micrófono y contó divertida que los chicos la veían diferente. Se la veía feliz y segura de sí misma. Al lado de ellas dos estaba sentado el papá de la niña, claramente afectado por el relato de su mujer. Cuando le pasaron el micrófono lo devolvió con lágrimas en los ojos. No pudo hablar.


Ceci tomó el micrófono. Hipoacúsica de niña, escuchó con dos audífonos durante toda su niñez y adolescencia. Al llegar a su vida adulta su sordera se complicó. El médico le recomendó el implante. No quiso saber nada y aguantó esa situación hasta que se le hizo insostenible. Buscó información en la internet y encontró el blog que leyó y la ayudó a tomar la decisión. Me sentí feliz cuando lo supe y por eso me tienen de nuevo acá. Tres meses después del encendido de los electrodos, Ceci escuchó mejor que cuando usaba los audífonos. Con la rehabilitación mejoró más y más, tanto más que dos años después se volvió a operar del otro oído. Hoy en dia se maneja en la vida con la misma facilidad que un oyente.


El último testimonio fue el de un muchacho de unos treinta años. Perdió la audición de un modo súbito a los 18, que le arruinó la vida. A pesar de ello se casó y tuvo dos hijos. Se resistió al implante por mucho tiempo pero cuando se animó pudo escuchar la voz de su mujer y sus hijos por primera vez. Eso me pasó con Germán, mi pareja desde hace más de nueve años. Escuché su voz un año después de conocerlo. Me imagino lo que debe haber sido escuchar la de sus hijos. Una emoción profunda de amor y dolor.


Todos los testimonios se parecen en los puntos claves. Primero, no quisimos saber saber nada con el implante. Segundo, tuvimos miedo a la cirugía y a un posible fracaso. Tercero, estamos satisfechos con los resultados a pesar de las dificultades que tuvimos que atravesar.


Cuando la charla terminó nos reunimos en la parte posterior del salón. En una mesa habían unos termos con café, té y leche. En otras mesas sandwiches y medialunas. Algunas personas se me acercaron para hacerme preguntas. Estaban ahí porque necesitaban y tenían dudas. Lo conocí al hijo de mi cirujano que también es cirujano y fue quien habló en la charla. Se llama Santiago Arauz al igual que su padre, sólo que uno es Luis y el otro Alberto de segundo nombre. Me le acerqué y me reconoció aunque nunca nos hayamos visto antes. Me dijo que soy famosa por los cuadros y el blog. Una linda noticia. Hablamos del segundo implante, el que su padre me recomendó hace unos años atrás y yo esquivé hasta hoy.


Todas los implantados bilaterales dicen lo mismo, que es mucho mejor escuchar con los dos oídos, que cuando uno se apaga el otro deja de comprender porque el sonido es incompleto. Ahora saben de dónde vienen los sonidos, discriminan las palabras en reuniones y lugares ruidosos. El doctor Santiago Luis me avisó que no estoy excenta, que puedo perder el nervio y por ende la audición nuevamente del oído implantado porque mi otoesclerosis es progresiva de por vida. Postergué ese momento hasta el día de hoy aunque a principio del año decidí enfrentar la situación. La vida tuvo otros planes. Germán se enfermó repentinamente. Estuvo hospitalizado durante tres meses entre la vida y la muerte. Largué todo para estar a su lado. Santiago Alberto Arauz apoyó mi decisión sin chistar.


— Cuando tu marido esté mejor nos venís a ver —, me dijo cariñosamente
— El año que viene—, le prometí.


Para ciertas personas oír y escuchar se consigue con riesgos y sacrificios. Por eso son importantes los testimonios, son los que nos guían, nos apoyan y nos fortalecen.


Gracias por empujarme al implante bilateral

ceci y yo

Ceci, implantada bilateral


paula

Paulita, implantada bilateral


daniel y yo

Daniel, implantado bilateral


maffy y yo

Maffy, implantada bilateral


flor ossie yo

Flor y Ossie, implantados bilaterales


hernan omar dani

Hernán, Omar y Daniel, implantados bilaterales


loli

Loli, implantada bilateral


omar dani y yo

Dani y Omar, implantados bilaterales


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Rodolfo, implantado bilateral


Cada día son más

Este viernes Medel realizará una charla sobre hipoacusia y tratamientos para brindar un espacio de contención e información relacionada a la pérdida auditiva, prevención, consejos para la detección, tratamientos y experiencias de implantados. Será una charla participativa, para ayudar y acompañar a las personas que padecen pérdida auditiva.


Fui invitada para compartir mi experiencia antes y después del implante coclear con los asistentes quienes seguramente, tendrán muchas dudas e inseguridades. La responsable en comunicación de la empresa de Medel (del que soy usuaria del implante coclear) me dijo que no hay nada mejor que la experiencia personal para despejar incertidumbres (estoy de acuerdo y por eso voy). Será una charla de no más de 40 minutos en donde, junto con otros 3 o 4 implantados, contaremos nuestra historia personal desde la detección de la hipoacusia, pasando por el implante, y los resultados obtenidos.


Para asistir se tienen que registrar antes entrando en el link: Charlas sobre hipoacusia y tratamientos


¡Los esperamos!


charla por hipoacusia

Pamela

viñedos

Llegué al festival de teatro de Avignon escapando del frío gris de Paris. Lo conocí a Pedro en la feria de artesanía. Chileno, había llegado a Francia de Venezuela donde trabajó en una petrolera. No sabía francés, no conocía a nadie. Confeccionaba mocasines de cuero de bebés para otro chileno que lo explotaba y se aprovechaba de su frágil situación. La segunda vez que me lo encontré me ofreció ser su socia. Había copiado los moldes de los mocasines en un papel. Su idea era confeccionarlos y venderlos juntos. Yo también estaba jugada. Acepté. Pocos días después se nos unió Tino, otro chileno sin talento para la artesanía pero con plata. Pagó la materia prima. Compré cueros de colores y mostazillas de colores también, que los combinaba con plasticidad. Nos fuimos los tres a la Côte d´Azur, más precisamente a Saint Tropez, abarrotada de turistas.


EI el puerto de Saint Tropez instalamos nuestros zapatitos en encima de una manta, en la vereda. Montones de turistas se acercaron fascinados por los colores de los mocasines pero también por nuestra pinta de indios sudamericanos. Tino parecía más bien indonesio y Pedro mapuche. Mi pelo negro y piel bronceada combinaba con ellos dos. Recuerdo el día que un alemán se nos acercó y preguntó si éramos indios. Le inventé una historia de nuestros ancestros y los mocasines que lo hicieron viajar mentalmente a una película de Indiana Jones. Con prudencia me pidió permiso para sacarnos una foto. Le contesté que primero tenía que pedirles permiso a mis “hermanos”. Me lo imagino todavía mostrando la foto a sus amigos y familiares.


Pamela había llegado desde Australia (su país de origen), primero en barco hasta el continente asiático y luego por tierra hasta Francia. Ella también parecía una india. De padre inglés y madre aborigen, era mestiza. Tenía una larga y lisa cabellera de color negro azabache y unos ojos oscuros y penetrantes, de quien viajó miles de kilometros sola y con poco dinero. En Saint Tropez Pamela conoció a Melanie, una chica canadiense q hablaba inglés y francés. Al envés de Pamela, Melanie tenía una mirada dulce y el pelo de color castaño claro prendido con dos trenzas. Era una chica country. Amaba a Neil Young, se vestía con pantalones babucha de colores, tocaba la flauta traversa y una armónica. Era la traductora de Pamela, que como buena anglo parlante no sabía hablar otro idioma que el inglés. y yo fui la traductora de mis “hermanos”, pasando por encima de mi sordera.


Cuando la temporada de verano llegó a su fin nos juntamos a platicar y decidir que hacer de nuestras vidas. Nadie quería volver adonde sea. En La Provenza había empezado la vendimia. Nos tomamos el tren y fuimos hasta Nîmes, una ciudad rodeada de viñedos. Encontramos trabajo enseguida pero tuvimos que esperar un día para comenzar y no teníamos dinero ni lugar para dormir mientras tanto. Nos separamos en dos grupos. Yo me quedé con Pamela. Al poco tiempo de andar descubrimos una casa abandonada cerca del centro. Compramos una lata de salchichas y velas. Cuando llegó la noche trepamos el portón y aterrizamos en el patio, bordeado por la casa . Nos instalamos en una habitación en el ala izquierda. Prendimos dos velas y con un cuchillo abrimos la lata. Un movimiento distrajo mi atención para el lado de la ventana. Advertí una silueta en el ala derecha de la casa. No tuve tiempo de comentárselo a Pamela que con dos soplidos apagó las velas, tomó un cuchillo y me entregó otro a mí.


— Shut up, Escuché unos ruídos. Hay alguien. — susurró
— Yo lo vi, Pamela, i see, there, mira ahí, ¿la ves?

Arrodilladas debajo de la ventana, asomamos la cabeza para ver. Me temblaba la mano.

— No veo la silueta — me dijo
— ¿Pero la escuchás?
— Si
— Yo no la escucho, la veo…

Tembló mi mano sin control,

— No sé usar un cuchillo… ni quiero — le confesé en inglés básico
— ¿Qué hacemos, luchamos o nos vamos? — preguntó sin escucharme
— ¡Nos vamos!


Saltamos por la ventana y corrimos por el patio hasta el portón. Trepamos, sin mirar atrás. Sentí unos ojos apuntando mi espalda. En la calle corrimos hasta perder el aliento. Fuimos hasta la estación de tren. Aliviadas, subimos a la terraza buscando un lugar para descansar. No habían bancos ni nada. Nos acostamos en el piso. Apoyé mi cabeza encima de la mochila, del oído derecho, con el que algo escuchaba aún. Cuando el silencio se hizo verbo dormí profundamente hasta el momento que Pamela me golpeó el hombro sin querer, cuando empujó al tipo que se acostó a su lado y le acarició el pelo mientras ella dormía.


Pocas horas después nos encontramos con Pedro, Tino y Melanie en la estación. Cuando llegamos al viñedo el patrón nos dio abrigo en una casa de piedra cerca de la bodega. Las camas eran colchones tirados en el piso, la cocina no tenía heladera y sólo podíamos comer de a dos en la mesa porque faltaban 3 sillas. A la noche nos calentábamos del frío tomando vino, lo que nunca faltó. La bocina estridente e insistente del tractor nos despertaba a la mañana. A la noche nos dolía todo el cuerpo y nos hacíamos masajes mutuamente. Luego preparábamos comida, abríamos una botella de vino, hablábamos una especie de esperanto desesperado, todos sordos como yo, pero por causa del idioma. Me encantaba charlar con Pamela. Con la ayuda de un diccionario teníamos conversaciones trascendentes de sus viajes, su vida en Australia, un mundo tan lejano y distinto al mío. Cuando la cosecha terminó Pamela y yo nos sentíamos amigas aunque no la volví a ver nunca más. Ella se fue con Melanie a Canadá. Nosotros viajamos hasta Grecia y trabajamos durante seis meses en distintos pueblos del Peloponeso y Creta, en las cosechas de aceitunas y naranjas donde aprendí a hablar en griego… y traducir, a pesar de la sordera.