Desde que Germán se enfermó no pude escribir más. Quise hacerlo pero no pude dominar la pereza intelectual, más bien cansancio mental, que sentía. Fueron años de internaciones, médicos, cirujanos, enfermeros, decisiones difíciles, angustia por la incertidumbre, dolor, impotencia, miedo. Tantos sentimientos intensos y extremos me exprimieron y secaron por dentro. Todo mi esfuerzo se concentró en mi compañero, ayudarlo a salir adelante, como por suerte consiguió gracias a su enorme fuerza de voluntad. No se rindió nunca. Aprendí tanto a su lado.
Pude acompañar a mi marido gracias al implante coclear. Escuché a médicos y enfermeros en situaciones estresantes sobre temas desconocidos para mí. De todos modos no escucho como una persona «normal». Para empezar, escucho con un sólo oído y con electrodos que hacen contacto directamente al nervio. Cuando estoy nerviosa escucho peor, por el esfuerzo que tengo que hacer. Es por eso que siempre me presento con un «no escucho bien, soy sorda y tengo un implante coclear», me levanto el pelo y le muestro el procesador, «¿puede hablar más pausado, por favor?». Generalmente funciona; no siempre. Hay que ponerle onda.
«¿Cómo hubiera sido tu vida si no eras sorda?» preguntó mi madre cuando vió el cambio que me produjo escuchar. Ahí se dio cuenta como la sordera me limitó.
En el año 2019 cambié el procesador por uno más moderno. Ahora escucho audios por whatssap. Si hablan muy rápido o hay ruidos de ambiente, no, pero cada vez entiendo mejor. También escucho el teléfono. Todavía le tengo fobia, pero en los momentos de necesidad y urgencia lo tuve que usar. Hice una rehabilitación forzada. Lo mismo con la televisión, que no veía desde mi niñez pero que a Germán le encanta. Desde que empezó la cuarentena vemos series en Netflix todas las noches. Germán tiene afasia por los ACVs y le cuesta leer los subtítulos así que vemos las series dobladas y con subtítulos a la vez. Es increíble lo que aprendí desde entonces. Ahora entiendo casi todo lo que hablan los actores. Nunca me había pasado antes. Fue otra rehabilitación forzosa y muy fructifera, por cierto.
Cuando pensaba que ya habíamos pasado lo peor, me enfermo yo. En abril de este año me sacaron un pólipo y la biopsia dio cáncer neuroendocrino de recto. Cuando leí el informe se me vino el mundo abajo. Pensé en la muerte. Me acordé de mi madre, mi padre, mi abuela, mis tres tías, mis dos primas hermanas. Todos ellos tuvieron cáncer. Sólo mi tía y primas se salvaron. Ellas son mis guías y mis ejemplos. Con la pandemia tuve que ver a los médicos y hacer todos los estudios sola y con barbijo. No se puede entrar en un hospital o centro de salud acompañado. El barbijo es una barrera comunicacional, no puedo leer los labios y el sonido no sale claro. A veces no entiendo nada y pido ayuda. Por suerte muchas personas reaccionan bien, hasta piden disculpas, pero están los que son sordos con oídos y siguen hablando cómo si nada. A esos hay que zamarrearlos. El cirujano me sorprendió. El mismo día que lo conocí se sacó el barbijo para hablar conmigo. Me facilitó todo. Esquivó la burocracia, llamó por teléfono a la oncóloga y tomó el turno por mí. Lo mismo con los estudios. Hice todo en tiempo record y el 8 de junio me van a operar. Tengo muchos puntos a favor. El cáncer está localizado y es de crecimiento bastante lento. Con la cirugía me puedo curar.
Ahora tengo que enfrentar el miedo a la cirugía y a la incomunicación. Si no puedo estar acompañada ¿quién va a cuidar de mi procesador mientras me operen? ¿Cómo haré cuando me hablen tapados de arriba a abajo? ¿Qué voy a entender? No lo sé, pero lo voy a enfrentar… como hice siempre.